Mis primeros haikús

Laura Margarita
5 min readAug 19, 2022
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Hace un par de días asistí a un taller de escritura impartido por una joven talentosa, generosa y minuciosa, si se me permite la cacofonía. Nos presentó algunas de las formas rígidas de la poesía — con esto me refiero al tipo de estructura que requiere seguir instrucciones de manera precisa — , y nos propuso el ejercicio de aplicar una de esas formas estructurales en un poema sobre un tema específico: el clima y estado del tiempo. Nos anunció que contaríamos con un máximo de 10 minutos para escribirlo.

En mi juventud, la idea de escribir un poema siguiendo instrucciones como de receta, sobre un tema determinado, y con límite de tiempo, me resultaba escandalosa. Estoy acostumbrada a escribir poemas por necesidad. Por estallido. Desde las vísceras. Por una explosión que ocurre muy de vez en cuando y de manera impredecible, como los terremotos. Como los terremotos y las erupciones volcánicas, esas liberaciones que expulsan y sacuden. Escribir poesía bajo el comando frío del apacible hemisferio izquierdo de mi cerebro era pues casi inconcebible o, mejor dicho, inadmisible. Pero a estas alturas de mi vida, estoy cada vez más abierta a nuevas experiencias, a nuevos aprendizajes que me lleven más allá de los bordes de mi zona de confort. Así que acepté el reto.

Elegí la estructura del haikú, que implica escribir un poema de tres versos: el primero, de cinco sílabas; el segundo, de siete; y el tercero, de cinco nuevamente. O, para ser más exacta, se trata de alternar el sonido de cinco, siete y cinco sílabas, tomando en cuenta eventuales sinalefas. El tema era el estado del tiempo y en esa tarde estaba lloviendo. No llegaba hasta nosotros ningún olor a tierra mojada, pero sí el sonido de agua golpeteando el techo. Y quise expresar el hecho de que, a diferencia de lo que le sucede a mucha gente, a mí los días grises me hacen sentir cobijada, reconfortada.

Me lancé al intento de plasmar esa sensación en un haikú, y me topé con el hallazgo interesante de que tiendo espontáneamente a concebir versos de seis sílabas. No cinco, no siete. Seis. Así que, mientras desfilaban los minutos, ahí estaba yo, descartando uno tras otro los versos que se presentaban, dejándolos ir junto con los segundos que iban transcurriendo, por no ser candidatos aptos. Frente a mí se encontraba un ejemplo de haikú proyectado sobre una pantalla, y tuve que leerlo y releerlo, para sumergirme en su ritmo y dejar que este sustituyera poco a poco al mío natural, no sin experimentar cierta resistencia interna, una rebeldía ante esa violencia (algo que también me sucede, dicho sea de paso, cuando intento bailar con pasos académicamente aprendidos, en vez de hacerlo con los movimientos que me nacen espontáneamente desde que era niña).

Por fin empezaron a aparecer versiones de haikú, tachones, más versiones y más tachones en mi hoja, hasta que se nos dijo que se nos había acabado el tiempo, y me vi forzada a conformarme con la última versión que había logrado escribir, aunque aún no estuviera del todo satisfecha, ya que mi proceso creativo suele ser más largo, y se va aproximando de manera muy lenta al núcleo de lo que deseo gritar, hasta que lo alcanzo. Tuve que conformarme con ese “casi”, que por muy cerca que esté del clímax, siempre resulta frustrante. El haikú decía:

Gris compasivo

que susurras tu arrullo

hecho de lluvia

En la siguiente parte del taller, nos presentaron una serie de recursos literarios que fui desempolvando de algún rincón de mi memoria donde los tenía abandonados desde mis tiempos de estudiante de Letras. Como segundo ejercicio, debíamos intentar escribir un poema que incluyera al menos uno de esos recursos, esta vez con tema libre, pero de nuevo con límite de tiempo. Sé que mis poemas siempre incluyen varios de tales recursos, no porque yo me lo proponga, sino porque así es espontáneamente mi estilo poético. Así que sin pensar en anáforas ni en antítesis ni en sinécdoques y demás, simplemente me lancé a la escritura de un segundo poema que, para mi sorpresa, estaba trabado en el centro de mi pecho sin que yo me hubiera percatado de ello. Ahí se hallaba, exactamente como un nudo en la garganta, pero en el pecho, y doliendo de manera física, porque su materia era el dolor, y porque al notar que por fin tenía mi atención, empezó a gritar en silencio. Esta vez fluyó mi ritmo propio y brotó mi típica estructura de cuatro versos por estrofa, sin más ataduras que la del reloj. Y cuando ese reloj severo me arrebató de los dedos el lápiz, otra vez resultó que me había quedado a medias en mi proceso creativo, y faltaba el último verso.

Así las cosas, cuando nos pidieron leer lo que habíamos creado y comentar qué recursos literarios habíamos empleado, me negué a dar lectura a mi poema inconcluso y simplemente volví a leer mi haikú, pero esta vez aplicando los conocimientos recién refrescados, haciendo notar que estaba incluido el epíteto (en “gris compasivo”), así como la prosopopeya (la personificación del “gris”) y, obviamente, la metáfora.

Al volver a casa, tuve la intención de publicar aquí mi primer haikú, pero — como era de esperar— rápidamente me vi inmersa en retomar el proceso creativo. Me habían empujado abruptamente fuera de una barca que aún no había llegado a buen puerto, así que, una vez rescatada y de nuevo a bordo, retomé el rumbo e hice un nuevo hallazgo interesante dentro de mí misma: algo que no me convencía del poema era el género masculino, ya que la sensación de ser cobijada, reconfortada y arrullada por el cielo gris y la lluvia era la de ser consolada por una madre. Así que empezaron a brotar nuevas versiones del haikú y nuevos haikús:

Gris compasiva

me susurras tu arrullo

Canto de lluvia

Lluvia piadosa,

tarareas tu canto

gris compasivo

Gris compasiva,

tarareas tu arrullo

Lluvia refugio

Y allí voy, navegando lentamente. Adiestrada, pero desencadenada.

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Laura Margarita

Guatemalan. Coming out of the closet of secret "writophiles." Si hablas español puedes echarles un vistazo a mis primeros poemas: puntocreciente.blogspot.com